El verano de 1936 empezó igual que cualquier otro, al menos para los niños.
Cuando los pequeños terminaron el curso en la escuela, y los mayores en el
instituto, Juana se fue a Quecedo con sus cuatro hijos. El padre, Valentín, se
quedó en Bilbao trabajando, pero iría en agosto, como todos los años.
Sin embargo, en agosto de 1936 los niños no vieron a su padre, ni le verían
hasta muchos meses más tarde. Llegó el otoño y Juana estaba sola en el pueblo con
sus cuatro hijos, y sin más noticias de su marido que las cartas que le
llegaban a través de la Cruz Roja. Sabía que en el valle estaban sucediendo
cosas terribles y oía que en Bilbao la gente lo pasaba aún peor. Cuando recibía
una carta, la fecha indicaba que Valentín la había escrito un mes antes, y
Juana pensaba en los bombardeos que habría sufrido Bilbao durante aquel mes y
se preguntaba si su marido seguiría vivo. Él trabajaba en el puerto, un lugar
especialmente peligroso.
Juana y sus hijos no tenían dinero y tampoco ropa de invierno. Pero los
parientes y vecinos se organizaron para proteger y mantener a aquella familia.
Isabel, la hija mayor, me cuenta, mirando algún punto lejano y esbozando una
dulce sonrisa: “La tía Anita mató un cerdo para
nosotros, y la tía Ciana curó los jamones… No
teníamos abrigos y llevábamos puestos los jerseys uno
encima de otro. Lo peor era lo de los zapatos, porque solo teníamos zapatos
blancos, que era lo que se llevaba entonces en verano, así que ¡tuvimos que
pintarlos de negro!”
Los niños fueron durante un curso completo a la escuela de Quecedo, una novedad
que les pareció estupenda. Isabel dice: “La maestra se llamaba doña Rufina. Estaba casada con don Jesús, el practicante.” Años
más tarde Isabel y su hermana Merche serían también maestras en una escuela
rural y recordarían con muchísimo cariño a doña Rufina.
Merche me contaba: “Con doña Rufina aprendimos
cantidad de cosas. Al volver a Bilbao, en octubre del 37, teníamos un nivel muy
bueno y no perdimos curso… Lo malo en Quecedo fue el frío que pasamos. A mí me
salieron sabañones. En aquellos tiempos la gente no tenía ropa de sobra para
prestar a otros. Solo podían darnos lana de oveja. Mi madre la hilaba y
aprendimos a tejer con ella jerseys y calcetines… Y
nunca nos faltó comida. La tía Andrea nos traía huevos, verduras, legumbres, lo
mismo que el tío Ciriaco, la tía Ciana
y el primo Ventura. También cocían pan para nosotros, y nos daban leche, porque
en todas las casas había vacas y cabras, menos en la nuestra. Además teníamos
manzanas y nueces. En Quecedo no se pasaba hambre. Y aquel otoño comimos muchos
nabos. A los críos nos encantaban: los sacábamos de la tierra y, como estaban
muy fríos, ¡pues era igual que comer helado!” Merche tenía entonces diez años.
Siempre que me han hablado de aquel tiempo, mi madre y mis tíos lo han hecho
con alegría, como contando una aventura divertida. A mis abuelos, en cambio, se
les entristecían los ojos. Decían que mi abuela Juana adelgazó veinte kilos
durante aquellos meses.
Pero llegó el verano de 1937 y Valentín pudo ir a Quecedo a reunirse con su
familia. Tendría muchas cosas que contar. Juana también. Pero no sé si se las
dirían todas. Entre ellos tal vez hablaran largo y tendido, los dos a solas.
Desde luego, a los niños los protegieron, evitándoles cualquier noticia que
pudiera quitarles la alegría y la inocencia. Dice mi tía Isabel, partiéndose de
risa: “Cuando llegó el verano siguiente, les quitamos a los zapatos algo de la
pintura negra, todo lo que pudimos, y los pintamos con Blanco España, que era
lo que entonces se usaba para blanquear el calzado.”
“Blanco España”. España en blanco. Páginas sin escribir, porque, durante muchas
décadas, la historia no se pudo contar, sobre todo a los niños. Había que
seguir viviendo, aunque aquellos zapatos, como la vida misma, tuvieran unas
sombras muy oscuras.
Mertxe García Garmilla